Concierto milagro: Valderrama, Del Valle y Stradivari

En la vida concertística de una ciudad grande hay momentos mágicos en los que pasa un ángel. No son muchos, yo diría incluso que son raros.

El 9 de febrero, el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid (RCSMM) habría las puertas de su auditorio para una sesión que prometía. Incluso los reacios medios de comunicación generalista le daban hueco.

Una joven violinista madrileña, Ana María Valderrama, acompañada por otra emergente figura, el pianista Luis del Valle, ofrecía un concierto con el célebre violín Stradivari de Sarasate, propiedad del RCSMM, todo ello en la estela de una corta gira de conciertos realizada tras alzarse esta joven virtuosa con el Premio Pablo Sarasate.

El concierto lo organizaba la Delegación del Gobierno de Navarra, una entidad que realiza una muy loable y discreta actuación en la capital promoviendo actos en los que lo navarro está presente.

Pero esto no podía ser todo. Llego al Real Conservatorio una docena de minutos antes de la hora y la puerta de entrada se encuentra llena de gente agolpada frente a alguien que ya no permite el paso. Hay gente también en la calle con la esperanza perdida de poder entrar. Afortunadamente tenía invitación. Pasé el primer pasillo y antes de la puerta que da acceso a la del auditorio hay otro numeroso grupo que tampoco puede pasar. La invitación funciona y entro a la sala que está llena a rabiar, con media docena de huecos para invitados. En suma, que podría haberse llenado dos veces el auditorio, sin contar los que se hubieran desanimado y estuvieran ya por los bares de los alrededores.

La expectación es máxima en esos diez minutos que faltan. Estoy acostumbrado a los conciertos en Madrid y esto no es normal. ¿Se justifica solo por la joven pareja de músicos y por el violín Stradivari? No lo creo, los buenos músicos son frecuentes en la capital, y no pocos grandes virtuosos vienen con Stradivari u otras joyas de la luthería (Amati, Guarnieri…)

En el descanso, la flamante directora del RCSMM, Ana Guijarro, dice unas atinadas palabras y menciona que el concierto tiene varios protagonistas. Pero, modestia obliga, no se cita a sí misma ni al centro que acoge y ahora dirige. Pregunto a algunos conocidos si esta expectación es normal en los conciertos de la casa y me confirman que no. Me fío sin pruebas, el RCSMM ha sido durante demasiados años territorio comanche y más de tres décadas después de haberlo dejado y de pasar antes una buena decena de años allí, apenas lo he frecuentado, incluso al final, francamente evitado.

Sin embargo, ha bastado una simple decisión, tan sencilla que avergüenza que haya tardado tanto en llegar, como es cambiar a la dirección y poner en su sillón a una persona adecuada para que la aspereza se la haya empezado a llevar el viento y la casa se cargue de esperanza.

Ana Guijarro tiene una ardua tarea por delante, pero su propia nominación ha acabado de golpe con décadas de espíritu bronco, rudezas y abandono en un centro que parecía servir fundamentalmente para ser evitado por quien se lo pudiera permitir.

Y la pareja de artistas protagonistas son el mejor ejemplo. Ana María Valderrama inició sus estudios en el Conservatorio de la calle de Ferraz, dentro de la clase de Anna Baget, una persona que, por sí sola, ha realizado una revolución en la enseñanza primera de la cuerda en el ámbito madrileño. Luego le tocaba el nivel superior y, claro, el mogollón de Atocha había que evitarlo, y como ella valía, entra en la Escuela Reina Sofía, ese hervidero de talentos, pese a algunas extravagancias y cierto elitismo que no empaña sus envidiables buenos frutos. Ana María culmina su grado superior en la ESMUC de Cataluña y el postgrado la lleva a Berlín. Una impecable carrera realizada evitando caer en el vórtice del RCSMM y su permanente malestar, el mismo centro donde ahora viene a tocar en plenitud de su virtuosismo y a decir algo así como, “…esto lo he logrado sin vosotros…”

Otro tanto se podría decir del brillante pianista que la acompaña, Luis del Valle, otro pura sangre de la factoría Reina Sofía que lleva algunos años reclamando el interés solo o junto a su brillantísimo hermano, el también pianista Víctor del Valle.

Todo esto flotaba en el ambiente del concierto y enriquecía una expectación que suele convertir una sesión de buena música en acontecimiento trascendente. Un Conservatorio que acoge lo que fue incapaz de producir, un equipo directivo que ha obrado milagros solo por el alivio de ser normales en un ámbito connotado como feroz, un violín mítico que todo buen aficionado de antiguo recordará por encontrarse en el hall del Teatro Real cuando era sala de conciertos y el Conservatorio también se encontraba allí, y una pareja de representantes de la nueva generación de músicos jóvenes españoles, la mejor desde la Guerra Civil (que yo sepa) y sin caer en falsos tópicos.

Queda por saber si nuestro país, una vez más fragilizado, no los dejará caer como sobrantes y renueve la estafa cultural del siglo XX, esa filfa según la cual había que triunfar en el extranjero para que aquí te dieran una onza de chocolate.

El Concierto

Ana María toca prodigiosamente bien para el nivel que ha alcanzado. Su dilema ahora es el de situarse frente al virtuoso internacional; es un campo duro y puede que apenas esté empezando. Pero es una gozada escucharla, tanto como al pianista, Luis del Valle.

El programa incluía sonatas de Beethoven y Grieg, una pieza de lucimiento de Jordi Cervelló y dos grandes cimas del virtuosismo romántico, ambas vinculadas a Sarasate, el otro protagonista de la noche. La primera es Introducción y rondó caprichoso, de Saint-Saëns, compuesta para el navarro, y la propia versión del citado Sarasate de la ópera Carmen, de Bizet, la conocida universalmente como Fantasía de Carmen.

Las dos grandes piezas de lucimiento las interpretó Ana María Valderrama de memoria, como se debe, lo que además de potencia técnica y espectáculo, le brindaban comunicabilidad con el espectador.

La musicalidad y comprensión de los lenguajes de las obras fue encomiable en la pareja. Quedaba solo comprobar la idoneidad del instrumento; y es que el Stradivari del RCSMM es como un pura sangre poco domado. Su potencia y su cuerpo sonoro son formidables, claro, pero un instrumento de ese nivel que solo se toca una vez por año es como conducir un Fórmula 1 por el Paseo de la Castellana.

En la obra de Cervelló, tan virtuosística como insulsa, la cuerda grave empezó a encabritarse en los fortes. Incluso, en los momentos más líricos y simples de las sonatas parecía imposible hacerle susurrar al instrumento con calidez.

Faltaba la prueba de fuego, la Fantasía de Carmen, esa obra creada y mil veces tocada con este mismo instrumento por el gran Sarasate. Y ahí salió triunfadora Ana María Valderrama; era como si el espíritu del genial violinista llevara en volandas a la joven virtuosa, como si sujetara el puente con su mano invisible para que la cuerda grave dejara de cecear en los fortes.

El resto ya lo ponía la vibrante madrileña, voraz en las temibles octavas, endiablada en los trinos encadenados, justa en esos pizzicati tocados con ambas manos mientras no dejan de sonar las otras cuerdas con el arco, algo temerosa en los armónicos, pero siempre segura y apoyada en una técnica suficiente para tamaño desafío: ¡tocar a Sarasate en su propio instrumento! Y ese pequeño milagro se transmitía como electricidad.

Luego llegó el bis tras la salva de aplausos, y como tras Sarasate no hay bis posible que encaje en la vía de lo más difícil todavía, Ana María optó por la modesta y entrañable Nana de las “Siete Canciones populares” de Falla. Era como forzar al orgulloso instrumento a rezar una humilde plegaria.

Sí, ayer pasó un ángel por el vetusto Conservatorio de Atocha, una de sus joyas durmientes despertaba para su cita anual, la nueva generación de formidables músicos españoles se reconciliaba con el centro que nada les ha dado y, como por milagro, la irritación del centro se disolvía en calma y esperanza por la música. Y allí estaba la nueva directora, Ana Guijarro, para frenar los vientos.

Y el público que lograba entrar quedaba prendido en el suspiro de un etéreo armónico o de un leve pizzicato de un violín magistral, magistralmente tocado y adecuadamente acompañado. Esas cosas pasan muy pocas veces, y seguro que la dura ciudad apenas se dio cuenta, pero justifican todo lo demás. ¿Crisis? ¿Qué crisis frente al milagro de Atocha?

10 de febrero de 2012

Jorge Fernández Guerra

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